Mi historia

Irene Tarrago Pascau En Primera PersonaMi relación oficial con la epilepsia llegó en el año 1975. Aquel día, me había quedado a dormir en casa de mi amiga Pili. Habíamos estado un grupo grande de chicos y chicas allí hasta altas horas de la madrugada y me quedé a dormir. Fue una reunión muy light porque estábamos con el padre y la madre. Al día siguiente, cogí el autobús para ir a mi casa. Allí ocurrió el primer susto. Según me contaron, me caí al suelo y convulsioné. Cuando volví en mí, me empezaron a preguntar que dónde vivía, pero yo solo decía incoherencias y cosas como que yo no era de Zaragoza, que era de Madrid y que estaba en Zaragoza en casa de unos tíos (en realidad, yo era de Zaragoza y vivía allí). Menos mal que no me creyeron y miraron mi DNI. Me cogieron entre dos y me acompañaron a casa. Mis padres no le dieron demasiada importancia, pensaron que me había mareado. Pero ese mismo día, después de comer, estando yo hablando por teléfono, oyeron mis padres un ruido y cuando vinieron a donde yo estaba me encontraron en el suelo y convulsionando. Entonces sí se asustaron. Me llevaron al hospital y ya me vine a casa con el diagnóstico de epilepsia en el bolsillo.

No sé qué idea tenían ellos de lo que era esta enfermedad. Solo sé que mi madre había sido toda su vida una miedosa. Le daba miedo todo. Sufría por lo que me podía pasar siempre. Y, ahora, que parece que tenía que tener un motivo grande para tener esos miedos, no me transmitió ninguno. Ignoro si los tenía. Pero yo seguí haciendo lo que hacía siempre. Ni mi padre ni mi madre me dijeron nunca “esto no lo puedes hacer porque tienes epilepsia”. No sé cuál fue su motivo; si fue desconocimiento, desinterés o intencionado. Pero se lo agradezco enormemente. Porque he visto muchos casos de madres y padres sobreprotectores que no dejan vivir a sus hijos con epilepsia.

Parecía que la enfermedad estaba controlada. Las pastillas que tomaba me dejaban bastante zombi, pero era lo que había.

El 9 de diciembre de 1978 me casé con un chico estupendo. Un chico que me aceptó con mi mochila. Boda clásica de toda la vida: San Carlos y Gran Hotel. Nos fuimos a vivir a Coruña. Allí, unos meses más tarde mi marido tuvo el mayor susto de su vida: un día, al llegar a casa, me encontró tirada en el suelo, con una brecha en la cabeza y un cuchillo en la mano. Estaba haciendo la comida y me había dado una crisis. Tras pasar por el hospital de Coruña, decidimos buscar un buen especialista y lo encontramos en Madrid. Allí el médico me confirmó el diagnóstico y me dijo que la medicación que tomaba no era la adecuada y que, además, era muy fuerte. Me cambió la medicación y, desde entonces, no he tenido más crisis salvo cuando me han intentado quitar la medicación (lo han intentado tres veces y yo ya no quiero probar más) o se me ha olvidado tomarla.

Tras eso, en 1984 y 1989, fui madre (algunas personas piensan que una mujer con epilepsia no puede). Tuve a mis hijos por cesárea. Dos hijos sanos.

En 1995, nos trasladamos a Madrid. Y, en 2001 nos fuimos a Buenos Aires. Viviendo allí, tuve el mayor disgusto de mi vida: a mi hijo pequeño le diagnosticaron también epilepsia. No lo quería aceptar. Yo sabía que se podía llevar una vida normal. Pero no es lo mismo aceptarlo para mí que para mi hijo. Tuve que esforzarme mucho para no ser una madre sobreprotectora. Mucho. Además, él entonces tenía solo 11 años, pero pronto iba a llegar la adolescencia, las primeras salidas, más tarde el alcohol (las personas con epilepsia no podemos tomar alcohol) y no sabía cómo lo iba a llevar.

En 2002 volvimos a Madrid. Fueron pasando los años y mi hijo lo llevaba bastante bien. La verdad es que comentó su enfermedad con sus amigos y éstos reaccionaron muy bien. Se sentía arropado y nunca nadie insistió en que se tomara una copa o una cerveza.

En 2012 el médico que le llevaba, comentó que como llevaba ya 10 años medicado y sin convulsiones que podríamos probar a quitarle la medicación. La medicación se quita muy poco a poco. Y es un periodo muy angustiante, pues no sabes cómo va a reaccionar su cuerpo. Pero fue bien. Cuando ya llevaba un año sin tomar nada, le dijo el médico que se podía considerar curado, mi mayor regalo. Supongo que para él, también.

Yo sigo con mi medicación. Intentando dar luz a esta enfermedad de la que tan poca gente habla. Trabajando porque las administraciones nos hagan caso. Yendo a donde me llaman y tocando en muchas puertas, escribiendo en blogs, como este, para que la sociedad sepa qué es la epilepsia, cómo actuar ante una crisis, buscando la manera de quitarle el estigma a esta enfermedad.

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